miércoles, 14 de enero de 2015

La Falacia de la Oferta y la Demanda

“La economía tradicional supone que los precios de los productos en el mercado vienen determinados por un equilibrio entre dos fuerzas: el nivel de producción para cada precio (oferta) y los deseos de quienes disponen de poder adquisitivo para cada precio (demanda). El precio en el que confluyen ambas fuerzas determina el precio en el mercado”. Esto sería verdad si las dos fuerzas fueran independientes, pero no lo son. La demanda está condicionada por la predisposición del consumidor a pagar un precio, y, como ya hemos visto, al consumidor se le manipula fácilmente.

Como dice Dan Ariely, “en realidad los consumidores no tienen la sartén por el mango ni en cuanto a sus propias preferencias ni en cuanto a los precios que están dispuesto a pagar por los distintos bienes y experiencias”. Los precios no vienen marcados por la escasez de tal producto, ni por la dificultad de su elaboración, ni por la demanda existente, (aunque por supuesto estos factores influyen en el montante final).

Ariely pone el ejemplo de la perla negra. Hasta mediados de los años setenta (del siglo XX) no se encontraba este tipo de perla en las joyerías, al menos en las occidentales.

Un francés que poseía un atolón en la polinesia, rico en ostras de perla negra (Pinctada Margaritifera), quiso hacer negocios con Salvador Assael, conocido como “el rey de las perlas”.

El problema es que, aunque se conocía su existencia, no había demanda para este tipo de perlas. La gente seguía prefiriendo las blancas, por las que se pagaban precios altísimos. El rey de las perlas poco pudo hacer con las negras. Había comprado un lote grande y no consiguió hacer una sola venta. Assael pudo haberse desecho del lote vendiéndolas a precio de saldo, o regalarlas al comprar otras joyas… pero decidió volver a intentarlo. Como las perlas no eran realmente negras, sino más bien de un color gris plomizo, esperaría un año para conseguir ejemplares de mayor calidad. Cuando las tuvo, se las llevó a Harry Winston, un legendario comerciante de piedras preciosas.

Winston accedió a colocar las perlas negras en su escaparate de la Quinta Avenida, pero a un precio exorbitante. Assael, mientras tanto, inició una campaña de publicidad en las principales revistas de moda en la que se veía un collar de perlas negras al lado de rubíes, diamantes y esmeraldas. El resultado fue que, en poco tiempo, las damas más ricas y distinguidas de Nueva York lucían collares de perlas negras, comprados a precios prohibitivos.

Lo que Assael hizo fue introducir en los potenciales consumidores lo que en economía conductual se llama un ancla, un precio de referencia inicial que tendrá un efecto a largo plazo en nuestra predisposición a pagar por el producto. Assael asoció sus perlas que nadie quería (o nadie conocía) a las carísimas piedras preciosas de las joyerías neoyorquinas. Una vez que se ha establecido este ancla en su mente, el consumidor no se preguntará si es caro o barato, simplemente lo pagará. Es lo que Ariely llama coherencia arbitraria. “La idea básica de la coherencia arbitraria es esta: aunque los precios iniciales sean arbitrarios (como las perlas de Assael), una vez que dichos precios se hayan establecido en nuestra mente configurarán no sólo los precios actuales, sino también los futuros (y eso es lo que los hace coherentes)”.

Pero, ¿y si el consumidor ya tiene un ancla para la perla blanca? ¿Cómo consiguió Assael crear un nuevo ancla? La respuesta, como dijo Mark Twain, es bien sencilla:

“Para que un hombre codicie algo, basta con hacer que resulte difícil de obtener”. Winston, el viejo comerciante, sabía lo que hacía y expuso las perlas negras más caras que las blancas.

Las motivaciones de un consumidor a la hora de pagar más o menos dinero son tan irracionales que resultan casi increíbles. Para demostrar lo aleatorias que son nuestras decisiones como consumidores y lo fácilmente manipulables que somos, Ariely realizó un experimento con sus alumnos en el que intentaba crear un ancla de manera artificial que influyera en su disposición a pagar por un producto.

El experimento consistió en una especie de subasta de algunos productos, en principio interesantes para gente joven: un par de botellas de buen vino francés, un libro sobre diseño gráfico, un teclado y un trackball inalámbricos y una caja de finos chocolates belgas. Ariely pidió a los alumnos que pusieran sus dos últimos dígitos del número de la seguridad social en una hoja, y al lado, si estaban dispuestos a pagar ese precio por cada uno de los productos. Después se les pidió que apuntaran los precios que estarían dispuestos a pagar por los productos de arriba, es decir, que hicieran una puja similar a las que hacemos en ebay.

¿Serviría de ancla algo tan aleatorio como los dos últimos dígitos de la seguridad social? Aunque parezca increíble, resultó que sí. Los que tenían números más altos hicieron pujas más elevadas, mientras que los que tenían dígitos más bajos hicieron pujas muy inferiores. Bastó que los alumnos pensaran en un número (podría haber sido la temperatura ambiental, su edad o cualquier otra cosa) para que se vieran influidos a la hora de pagar.

Este experimento pone de manifiesto que tomamos muchas decisiones comerciales que vienen impuestas por anclas iniciales y no por nuestro gusto o necesidad. Como dice Ariely “Si son las anclas y la memoria de ellas - pero no las preferencias- las que determinan nuestro comportamiento ¿a santo de qué celebrar el intercambio, el comercio, como la clave para maximizar la felicidad (o utilidad) personal?”.

La economía tradicional nos quiere convencer de que el liberalismo económico es el único posible en una sociedad moderna y libre. Pero el libre mercado no tiene en cuenta que los seres humanos somos, en primer lugar irracionales, y en segundo lugar, manipulables. El libre mercado está basado en una falacia, la de la oferta y la demanda, y apoyadas en esta falacia, tomamos decisiones erróneas todos los días.

Esto puede no parecer tan grave si hablamos de comprarnos un teléfono móvil muy caro porque tiene una nueva serie de aplicaciones (que nunca utilizaremos), pero empieza a serlo cuando hablamos de los productos esenciales de nuestra sociedad, como atención sanitaria, educación, electricidad, agua y otros recursos clave.

Las fuerzas mercantiles del modelo capitalista no regulan el mercado de manera óptima y justa para todos porque no tienen en cuenta los aspectos humanos, en concreto del funcionamiento irracional de nuestro sobrevalorado cerebro. Por eso es fundamental que haya un mínimo control (resulta difícil establecer cual) de la actividad económica por parte de los gobiernos, aunque eso limite la libre empresa.

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